miércoles, 13 de junio de 2012

EXPEDICIÓN A MONTEAGUDO EN BUSCA DE LOS AUROROS




Por su interés, reproducimos aquí una narración del historiador Irlandés Walter Starkie (Dublín 1894. Madrid 1976, y que cuenta el viaje realizado por él y por su amigo Carlos Ruíz Funes a Monteagudo, un sábado de Gloria y en busca de los Auroros de Monteagudo. 





EXPEDICIÓN A MONTEAGUDO EN BUSCA DE LOS AUROROS

El Sábado de Gloria, por la noche, Carlos y Pepe organizaron una expedición al vecino pueblo de Monteagudo para oír a los auroros su canción ritual de la madrugada de Pascuas. Después de medianoche emprendimos la marcha. Nuestro medio de  transporte estaba en consonancia con nuestra expedición para descubrir la música tradicional de los humildes cantaores de madrugada, porque sé  trataba de un carro y un  burro. El burro al que yo llamé «Dapple», pensando en el fiel compañero de Sancho Panza, era un animal flaco gris y blanco, de expresión sardónica y con unas orejas que parecían batir palmas en respuesta a las continuas preguntas que su amo le dirigía. El amo, Benito, tenía toda la  tunantería del aldeano murciano y hablaba un panocho cerrado. Era como una reproducción arrugada de Sancho, con un rostro de color de manzana camuesa, una colilla colgando siempre de un lado de la boca y la boina inclinada con atrevimiento. Nos contó durante el viaje toda una serie de anécdotas de la vida privada de todos los de la aldea y siempre que tenía que darnos unos detalles escabrosos en su cronique scaridaleuse preparaba sus observaciones llamando la atención del burro. Este rascaba entonces el suelo con sus cascos, movía las orejas y, en alguna ocasión, cuando su amo se propasaba, rebuznaba  tristemente…como  protestando. Al seguir camino adelante hacia la aldea de la montaña la noche resonaba con los chistes de Pepe Ruiz-Funes y las anécdotas y las canciones de Benito que cantaba al fustigar al burro con el látigo”:
Para cuestas arriba
quiero mi burro;
que las cuestas abajo'
yo me las subo.

Era negra noche cuando llegamos al pueblo de Monteagudo, acurrucado al pie de su gigantesca espuela. No se veía un alma y nos parecía que éramos conspiradores haciendo una incursión secreta al invadir la aldea dormida.  En un rincón de la plaza encontramos a un grupo de hombres envueltos en  capas: eran nuestros amigos los auroros con su director  Juan Pedro, que a la sazón llevaba la vieja y tradicional  linterna para  alumbrar a la banda.

Después de golpear violentamente en la puerta de una  taberna del vecindario y despertar los ecos dormidos, fuimos admitidos por  un camarero medio dormido que nos preparó al  instante café y aguardiente de anís.
«Esto es la parte más  importante del ritual», murmuró Pepe Ruiz-Funes a mi oído mientras se disponía a preparar las mezclas alcohólicas. «Los auroros sufren de la garganta y necesitan un poderoso estimulante alcohólico antes de encontrar su duende».

                     

Cuando los auroros hubieron alcanzado el necesario estado de excitación empezaron todos a la vez e individualmente a soplar, gruñir y carraspear, terminando con unos  trinos como de pájaro. Había llegado la hora de dar la serenata al alcalde del pueblo. Esto también, de acuerdo con el ritual, había que hacerlo con toda discreción, por lo que nos deslizamos silenciosamente a lo largo de las estrechas calles obscuras guiados por el
director  Juan Pedro. Debajo de la ventana del alcalde empezaron su canto polifónico y entonaron la Salve de San José en honor del primer ciudadano de Monteagudo. La solemne canción repercutió y el eco la repitió por todas las callejuelas obscuras. Hubo un ruido de ventanas abiertas y vimos varias cabezas femeninas mirándonos de todas partes.

A la grisácea luz de la  aurora que se acercaba, los cantores parecían una banda de ladrones decrépitos, de Rip Van Winkles, que  han despertado de pronto de su largo sueño en las montañas. Iban vestidos de negro, con blusas, y llevaban gruesas bufandas y sombrero de fieltro también negros.  Juan Pedro, bronceado, de facciones acusadas, ojos de halcón, y expresión irónica, llevaba en la mano una campana como las que se usan en las subastas. Tras él se hallaba el miembro veterano de los auroros, el anciano Nares, pálido, el pelo blanco, que tenía  durante el canto una expresión extasiada. La mayor  parte de los demás  auroros eran" clásicos campesinos, morenos como moros, con los rostros curtidos por los años de trabajo en los campos. Cuando descansaban  entre canción y canción lo hacían a estilo moro, poniéndose en cuclillas. La característica más impresionante de los auroros era el uso que el director hacía de la campana. Con ella daba el tiempo y el ritmo a los  auroros y por esta razón se le llamaba campanero, así como antiguo; no obstante, el empleo de la campana se limitaba a las canciones de regocijo como la Salve y dejaba de emplearse en la correlativa y otras canciones del .Jueves Santo.


Después de cantarle al alcalde y terminada la ronda de bebidas acostumbradas subimos hacia la capilla, detrás de los auroros que andaban al paso  tras el  estandarte rojo del grupo. Entonces  cantaron el Ave María, y la campanilla de  Juan Pedro se agitó sin cesar dando ritmo al coro polifónico. El cielo se  tornaba azul y verde, estriado de rosa, y me acordé de la descripción que hace Homero del «amanecer de dedos rosados». Cruzamos un grupo de mayores envueltos en sus velos negros y jornaleros que se descubrían y santiguaban al pasar la procesión, porque es tradición en los auroros desfilar cantando en procesión, cuando uno de los de  la hermandad muere o cuando el  estandarte de Nuestra Señora del Rosario, la patrona de los auroros, va con ellos. Los pájaros empezaron sus gorjeos en respuesta a los cánticos. Al subir lentamente la procesión por la estrecha calle, contemplé el vasto panorama que se extendía a mis pies en la falda de las distantes montañas.  El cielo, de color rosa se volvió dorado, y pude distinguir una sinfonía de verdes, desde el verde de la hierba y de los árboles al verde irreal del cielo a occidente. Aquí y allá, se destacaban en la verde llanura las siluetas solitarias de las palmeras, y por encima de  la ciudad blanca y rosada se yergue la  torre de la catedral de Murcia que brilla bajo el sol y se transforma en el tema central del paisaje, mientras el resto del llano está moteado de aldeas como manchones blancos y rosados. El sol al ascender llameante, consigue transformar el paisaje en  un desierto y la ciudad en un poblado moruno, mientras la lejana Sierra cambia su color rosa por el cobre bruñido de las montañas del Yemen. En la capilla, los auroros cantan el himno Santo Dios a  un lado del altar, y cuando el vicario José Mulero, que procede del vecino pueblo de Puente Tocinos, ha dicho la Misa, siguen a su director fuera de la capilla y sin dejar de  cantar se dirigen al cementerio. Vamos siguiéndoles por  entre los limoneros; los auroros cantan ahora el Rosario y la voz de  Juan Pedro se eleva al falsete porque canta la quinta, una clase de vocalización  ritual según me explica mi mentor Antonio Garrigós, que camina a mi lado contándome con voz perezosa las bellezas de la naturaleza y la canción. Garrigós conoce las vidas de aquellos humildes trovadores y a todos los ha tenido como modelos de sus esculturas.


De pie en el centro del cementerio los auroros me rogaron que recitara una oración por los muertos, lo que hice en los términos  siguientes:
«Como humilde subdito británico pido en nombre del Señor Jesucristo paz eterna para los muertos en esta guerra mundial y también para los que murieron en la guerra española».

En respuesta a mi plegaria los auroros cantaron su conmovedor himno a los muertos, y al llegar a la verja del cementerio, el himno de Nuestra Señora de la Fuensanta, patrona de Murcia, para la paz del mundo, incluyendo en la letra las palabras «Viva Inglaterra». Al escuchar aquella extraña mezcla de polifonía popular instintiva y de melodía moruna con palabras primitivas, recordé las canciones medievales de Gonzalo de Berceo y especialmente los cánticos a Nuestra Señora de Alfonso el Sabio, que debió de -haber cantado infinidad de-veces allá arriba, en su castillo del peñasco de Monteagudo.




De regreso de Monteagudo-con nuestro carro y nuestro burro me asombré al descubrir la irónica relación que existía entre Benito y su asno.
Siempre que nos acercábamos a una taberna, el animal andaba más lentamente y acababa parándose ante la puerta. Ni amenazas ni latigazos le hacían dar un paso más…

« Es tan obstinado como el asno de Buridán», exclamaba Benito, «y a éste se le podía excusar porque era baturro»
«El hábito hace el monje», declaró Pepe riéndose. «El animal  sabe que nunca pasas ante una taberna sin ir a remojarte el gaznate»
-«¿Qué quiere Vd., señor Funes? Hemos de aprender hasta de los animales. Como  tú quieras, borrico».
Siempre que el borrico se detenía seguíamos su consejo y bebíamos vino de Jumilla y comíamos altramuces como si fuéramos verdaderos huertanos en día de fiesta. En el patio de una de las  tabernas estaban jugando a los bolos. El juego me recordaba uno que jugaba de pequeño y las grandes oportunidades que me ofrecía para apostar.
Decir, por ejemplo, «Echar a rodar todos los bolos», significaba empezar una pelea, y cuando un hombre dice que su  suerte ha cambiado, exclama: - «Múdanse los bolos». «Mándenos copas», gritó Benito en la jerga del juego, lo que significa: «"Vamos a apostar».
En un  instante nos vimos rodeados por un grupo de huertanos que apostaban cinco duros a cada tirada. Benito" no tardó en descubrir que su suerte había terminado y que los bolos habían cambiado.
« ¿Qué es lo que oigo?», me preguntó de pronto.
«Oigo rebuznar al burro», contesté.
—«Ya ve usted», exclamó  triunfante. «¿Había visto Vd. un borrico como éste? Mire: este animal es mejor que cualquier decidora dé buena ventura. Sabe cuando se me pone la suerte de espalda y cuando es hora de que me vaya a casa con mi mujer».

(Walter Starkie. In Memoriam Carlos Ruíz Funes y Amoros. Sombrerero, mecenas, humanista. Algunos Recuerdos murcianos. 1944-1945.
Extraido del Depósito Digital Institucional de la Universidad de Murcia. 

Imágenes de los Auroros de Monteagudo y de A. Garrigos, propiedad de ALAN LOMAX Fundation. 

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