Por su interés, reproducimos aquí una narración del historiador Irlandés Walter Starkie (Dublín 1894. Madrid 1976, y que cuenta el viaje realizado por él y por su amigo Carlos Ruíz Funes a Monteagudo, un sábado de Gloria y en busca de los Auroros de Monteagudo.
EXPEDICIÓN A MONTEAGUDO EN BUSCA DE LOS
AUROROS
El Sábado de Gloria, por la noche, Carlos y Pepe
organizaron una expedición al vecino pueblo de Monteagudo para oír a los
auroros su canción ritual de la madrugada de Pascuas. Después de medianoche
emprendimos la marcha. Nuestro medio de
transporte estaba en consonancia con nuestra expedición para descubrir
la música tradicional de los humildes cantaores de madrugada, porque sé trataba de un carro y un burro. El burro al que yo llamé «Dapple»,
pensando en el fiel compañero de Sancho Panza, era un animal flaco gris y
blanco, de expresión sardónica y con unas orejas que parecían batir palmas en
respuesta a las continuas preguntas que su amo le dirigía. El amo, Benito,
tenía toda la tunantería del aldeano murciano
y hablaba un panocho cerrado. Era como una reproducción arrugada de Sancho, con
un rostro de color de manzana camuesa, una colilla colgando siempre de un lado
de la boca y la boina inclinada con atrevimiento. Nos contó durante el viaje
toda una serie de anécdotas de la vida privada de todos los de la aldea y
siempre que tenía que darnos unos detalles escabrosos en su cronique scaridaleuse preparaba sus
observaciones llamando la atención del burro. Este rascaba entonces el suelo
con sus cascos, movía las orejas y, en alguna ocasión, cuando su amo se
propasaba, rebuznaba
tristemente…como protestando. Al
seguir camino adelante hacia la aldea de la montaña la noche resonaba con los
chistes de Pepe Ruiz-Funes y las anécdotas y las canciones de Benito que
cantaba al fustigar al burro con el látigo”:
Para cuestas arriba
quiero mi burro;
que las cuestas abajo'
yo me las subo.
Era
negra noche cuando llegamos al pueblo de Monteagudo, acurrucado al pie de su
gigantesca espuela. No se veía un alma y nos parecía que éramos conspiradores
haciendo una incursión secreta al invadir la aldea dormida. En un rincón de la plaza encontramos a un
grupo de hombres envueltos en capas:
eran nuestros amigos los auroros con su director Juan Pedro, que a la sazón llevaba la vieja y
tradicional linterna para alumbrar a la banda.
Después
de golpear violentamente en la puerta de una
taberna del vecindario y despertar los ecos dormidos, fuimos admitidos
por un camarero medio dormido que nos
preparó al instante café y aguardiente
de anís.
«Esto
es la parte más importante del ritual»,
murmuró Pepe Ruiz-Funes a mi oído mientras se disponía a preparar las mezclas
alcohólicas. «Los auroros sufren de la garganta y necesitan un poderoso
estimulante alcohólico antes de encontrar su duende».
Cuando
los auroros hubieron alcanzado el necesario estado de excitación empezaron
todos a la vez e individualmente a soplar, gruñir y carraspear, terminando con
unos trinos como de pájaro. Había
llegado la hora de dar la serenata al alcalde del pueblo. Esto también, de
acuerdo con el ritual, había que hacerlo con toda discreción, por lo que nos
deslizamos silenciosamente a lo largo de las estrechas calles obscuras guiados
por el
director Juan Pedro. Debajo de la ventana del alcalde
empezaron su canto polifónico y entonaron la Salve de San José en honor del primer ciudadano
de Monteagudo. La solemne canción repercutió y el eco la repitió por todas las
callejuelas obscuras. Hubo un ruido de ventanas abiertas y vimos varias cabezas
femeninas mirándonos de todas partes.
A
la grisácea luz de la aurora que se
acercaba, los cantores parecían una banda de ladrones decrépitos, de Rip Van
Winkles, que han despertado de pronto de
su largo sueño en las montañas. Iban vestidos de negro, con blusas, y llevaban
gruesas bufandas y sombrero de fieltro también negros. Juan Pedro, bronceado, de facciones acusadas,
ojos de halcón, y expresión irónica, llevaba en la mano una campana como las
que se usan
en las subastas. Tras él se hallaba el miembro veterano de los auroros, el
anciano Nares, pálido, el pelo blanco, que tenía durante el canto una expresión extasiada. La
mayor parte de los demás auroros eran" clásicos campesinos,
morenos como moros, con los rostros curtidos por los años de trabajo en los campos.
Cuando descansaban entre canción y
canción lo hacían a estilo moro, poniéndose en cuclillas. La característica más
impresionante de los auroros era el uso que el director hacía de la campana.
Con ella daba el tiempo y el ritmo a los
auroros y por esta razón se le llamaba campanero, así como antiguo; no
obstante, el empleo de la campana se limitaba a las canciones de regocijo como la Salve y dejaba de emplearse
en la correlativa y otras canciones del .Jueves Santo.
Después
de cantarle al alcalde y terminada la ronda de bebidas acostumbradas subimos
hacia la capilla, detrás de los auroros que andaban al paso tras el
estandarte rojo del grupo. Entonces
cantaron el Ave María, y la campanilla de Juan Pedro se agitó sin cesar dando ritmo al
coro polifónico. El cielo se tornaba
azul y verde, estriado de rosa, y me acordé de la descripción que hace Homero
del «amanecer de dedos rosados». Cruzamos un grupo de mayores envueltos en sus
velos negros y jornaleros que se descubrían y santiguaban al pasar la procesión,
porque es tradición en los auroros desfilar cantando en procesión, cuando uno
de los de la hermandad muere o cuando
el estandarte de Nuestra Señora del
Rosario, la patrona de los auroros, va con ellos. Los pájaros empezaron sus
gorjeos en respuesta a los cánticos. Al subir lentamente la procesión por la
estrecha calle, contemplé el vasto panorama que se extendía a mis pies en la
falda de las distantes montañas. El
cielo, de color rosa se volvió dorado, y pude distinguir una sinfonía de
verdes, desde el verde de la hierba y de los árboles al verde irreal del cielo
a occidente. Aquí y allá, se destacaban en la verde llanura las siluetas
solitarias de las palmeras, y por encima de la ciudad blanca y rosada se yergue la torre de la catedral de Murcia que brilla
bajo el sol y se transforma en el tema central del paisaje, mientras el resto
del llano está moteado de aldeas como manchones blancos y rosados. El sol al
ascender llameante, consigue transformar el paisaje en un desierto y la ciudad en un poblado moruno,
mientras la lejana Sierra cambia su color rosa por el cobre bruñido de las
montañas del Yemen. En la capilla, los auroros cantan el himno Santo Dios
a un lado del altar, y cuando el vicario
José Mulero, que procede del vecino pueblo de Puente Tocinos, ha dicho la Misa , siguen a su director
fuera de la capilla y sin dejar de
cantar se dirigen al cementerio. Vamos siguiéndoles por entre los limoneros; los auroros cantan ahora
el Rosario y la voz de Juan Pedro se
eleva al falsete porque canta la quinta, una clase de vocalización ritual según me explica mi mentor Antonio
Garrigós, que camina a mi lado contándome con voz perezosa las bellezas de la
naturaleza y la canción. Garrigós conoce las vidas de aquellos humildes
trovadores y a todos los ha tenido como modelos de sus esculturas.
De
pie en el centro del cementerio los auroros me rogaron que recitara una oración
por los muertos, lo que hice en los términos
siguientes:
«Como
humilde subdito británico pido en nombre del Señor Jesucristo paz eterna para
los muertos en esta guerra mundial y también para los que murieron en la guerra
española».
En
respuesta a mi plegaria los auroros cantaron su conmovedor himno a los muertos,
y al llegar a la verja del cementerio, el himno de Nuestra Señora de la Fuensanta , patrona de
Murcia, para la paz del mundo, incluyendo en la letra las palabras «Viva
Inglaterra». Al escuchar aquella extraña mezcla de polifonía popular instintiva
y de melodía moruna con palabras primitivas, recordé las canciones medievales
de Gonzalo de Berceo y especialmente los cánticos a Nuestra Señora de Alfonso
el Sabio, que debió de -haber cantado infinidad de-veces allá arriba, en su
castillo del peñasco de Monteagudo.
De
regreso de Monteagudo-con nuestro carro y nuestro burro me asombré al descubrir
la irónica relación que existía entre Benito y su asno.
Siempre
que nos acercábamos a una taberna, el animal andaba más lentamente y acababa
parándose ante la puerta. Ni amenazas ni latigazos le hacían dar un paso más…
«
Es tan obstinado como el asno de Buridán», exclamaba Benito, «y a éste se le
podía excusar porque era baturro»
«El
hábito hace el monje», declaró Pepe riéndose. «El animal sabe que nunca pasas ante una taberna sin ir
a remojarte el gaznate»
-«¿Qué
quiere Vd., señor Funes? Hemos de aprender hasta de los animales. Como tú quieras, borrico».
Siempre
que el borrico se detenía seguíamos su consejo y bebíamos vino de Jumilla y
comíamos altramuces como si fuéramos verdaderos huertanos en día de fiesta. En
el patio de una de las tabernas estaban
jugando a los bolos. El juego me recordaba uno que jugaba de pequeño y las
grandes oportunidades que me ofrecía para apostar.
Decir,
por ejemplo, «Echar a rodar todos los bolos», significaba empezar una pelea, y cuando
un hombre dice que su suerte ha
cambiado, exclama: - «Múdanse los bolos». «Mándenos copas», gritó Benito en la
jerga del juego, lo que significa: «"Vamos a apostar».
En
un instante nos vimos rodeados por un
grupo de huertanos que apostaban cinco duros a cada tirada. Benito" no
tardó en descubrir que su suerte había terminado y que los bolos habían
cambiado.
«
¿Qué es lo que oigo?», me preguntó de pronto.
«Oigo
rebuznar al burro», contesté.
—«Ya
ve usted», exclamó triunfante. «¿Había
visto Vd. un borrico como éste? Mire: este animal es mejor que cualquier
decidora dé buena ventura. Sabe cuando se me pone la suerte de espalda y cuando
es hora de que me vaya a casa con mi mujer».
(Walter
Starkie. In Memoriam Carlos Ruíz Funes y Amoros. Sombrerero, mecenas, humanista.
Algunos Recuerdos murcianos. 1944-1945.
Extraido del Depósito
Digital Institucional de la
Universidad de Murcia.
Imágenes de los Auroros de Monteagudo y de A. Garrigos, propiedad de ALAN LOMAX Fundation.
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